Thursday, May 19, 2011

Uno

Capítulo Uno


Desde era niño, me he sentido normal, nada del otro mundo. Asistía la escuela local y cuando cumplí diez empecé a trabajar. Trabajaba en una tienda pequeña, lavando los pisos y a veces vendiendo la pan y leche. Sacaba buenas notas en lo mayoría de mis clases y nunca le lastimaba a mi mamá. Pero nadie nunca pensaba que yo, Pancho, podría ser algo más.
Iba a trabajar como obrero de la construcción o granjero o quizá iba a fundar un negocio pequeño en mi ciudad natal: Guadalajara.
Pero, la verdad es que no voy a hacer ninguna de esas cosas porque cuando tuve 16 años mi familia (incluso yo, mi mamá, mi hermana Julia y mi hermano Alejandro) se mudó a Los Estados Unidos. En casi todo, la mudanza no era nada mala, pero me causó pensar detenidamente en lo que fuera yo a hacer con el resto de mi vida. Todos mis amigos siempre me habían dicho que en Los Estados Unidos, alguna cosa era posible.
En realidad, esto me llenó de esperanza. Quizá quisiera ser como los hombres que había visto en la tele. Los Estadounidenses que tenían la familia perfecta y el trabajo perfecto y cada cosa que él podía querer. ¡Ay! Como quería vivir así.
Ya sé que parece perfecta, la vida de un Estadounidense, pero como yo la viví no era como un sueño nada. Para viajar a Los Estados Unidos, mi familia y yo tuvimos que quedarnos en un barco por días y días sin sol y por la mayoría parte sin comida. Después de solo dos días en el barco, ya yo no pude dormir. Mis hermanos dormían por más o menos siete horas cada noche y a veces, cuando mi mamá no pudo dormir tampoco, jugábamos cartas o hablábamos de nuestros sueños de Los Estados Unidos.
Mi mamá esperaba que encontrara ella un novio. Un hombre que podría cuidarnos a mi mamá, mis hermanos y yo. Quizá se casaría con un gringo que le daba a ella el respecto que se merecía.
—Y —me dijo una vez—, si él no me lo da, lo dejaremos por otro hombre. Quizá un mexicano, ¿no? ¿Te parece bien?
—Sí Mamá, —le dije—. ¿pero que hago yo? ¿Cuándo se casan las chicas Estadounidenses?
—Creo que en Los Estados Unidos se puede casar a los 18 años. Pero, Pancho, tú no vas a tener ninguna problema con las chicas en Los Estados Unidos. Eres tan guapo y respetuoso.
Por eso sonreí. Mi mamá y yo siempre habíamos tenida una relación especial. Yo le trataba con respecto y a mi ella me trataba con respecto también. Siempre ayudaba cuidar a los niños y ella me motivaba tener éxito en trabajo. Nunca discutíamos y nunca me tenía que castigar. Era como ya dije, una relación especial.

Una noche, finalmente me dormí en nuestro espacio pequeño del barco. Era de verdad un milagro, pero el milagro real era que cuando me desperté y caminé a la proa del barco, vi por la primera vez la tierra de Los Estados Unidos. Cuando me di cuenta de lo que estaba viendo, casi salté con felicidad. Miré alrededor para buscar un reloj. Quería despertar a mi familia para no a la una por la mañana o algo así. En ese caso, podían esperar hasta que llegáramos de verdad.

Seguí viendo mientras nos acercábamos más y más la tierra. De repente, uno de los hombres que trabajaban en el barco me vio y me gritó.
—¡Oye! Niño, ¿Qué haces? ¡Bájate! ¿Quieres que alguien te vea y que tengas que regresar a México?
Me dio tanto susto que no pude entender. Cuando no me moví me siguió gritando.
—¿Me escuchas? —Me preguntó—. Dije quítate de allí, ¡Ya!
Finalmente entendí y por eso regresé corriendo a nuestro espacio pequeño para esconderme. No quería regresar a México después de todo eso. Después de tantas noches sin dormir y con dolor de la espalda y la cabeza. Después de tantas noches sin comida ni sol. Después de todo, iba a Los Estados Unidos de todos modos.

Cuando finalmente llegamos a la tierra de California desperté a mi familia. Primero se despertó Mamá.
—¿Qué pasó, Pancho? —Me preguntó—. ¿Hay problemas?
—Ninguna, Mamá, —dije—. Ya llegamos.
—¿De verdad?
Le dije que sí con la cabeza y se levantó, mirando por la puerta.

Para transportarnos, los hombres del barco nos pusieron en un camión con algunos cajones y una lona para escondernos. Había menos espacio que teníamos antes en al barco.
Alejandro empezó a llorar. Fue comprensible porque solo tenía tres años pero lentamente estaba yo comenzando a darme cuenta de que un niño llorando no les fuera a gustar a los hombres. Por eso Mamá y yo tratamos de calmarlo.
—Silencio, Precioso, —le rogó Mamá—. Irá bien.
Me arrastré al otro lado del camión y moví la lona muy poco para mirar por una grieta minúscula. Estaba muy oscuro pero ya sabía que California era tan diferente que México.
—Déjalo, Pancho —Susurró Mamá.
—¿Debemos quedarnos ciegos hasta que lleguemos en quien sabe donde? —Pregunté—. ¿Es lo que quieres tú?
—Es como es. Ahora, ayuda a tu hermano.
—¿Con qué?
—Usar el baño.
Alejandro se levantó y me miró. Sacudí la cabeza y pasé a ayudarlo.
—Mamá, —le dijo mi hermana Julia a Mamá—. ¿A dónde ellos nos llevan?
—A nuestra nueva casa en nuestro nuevo lugar, California.
—¿Cuál parte? —Pregunté yo.
Mamá me miró con frustración.
—Pancho, tú no sabes nada de California. —Me regañó—. ¿Que te importa cuál parte?
Dejé de hablar. Fue como no pude nada de forma correcta. No me enojé porque estaba seguro que Mamá tampoco no sabía a dónde íbamos. No le importaba. Solo quería una vida nueva.

Cuando comencé a pensar que nunca íbamos a llegar el camión se paró de repente. Nadie dijo nada por el temor de ser descubierto.
Oí a los hombres hablando en una idioma que no entendía yo. ¿Inglés? No sabía, pero creía que estaban hablando con un tercer hombre desconocido. Hablaron por algunos más minutos y después un hombre abrió la puerta del camión.
—Vengan, —dijo—. Dénse prisa.
No era un hombre que conocía yo y tenía un acento no mexicano.
Sin embargo nos bajamos del camión y seguimos al hombre a un edificio pequeño. Mamá y el hombre fueron a un cuarto, solos. Pensaba que esto pasó para que mi Mamá le diera el dinero al hombre pero oí unos gritos.
Sin tanto miedo y sin pensar, entré el cuarto para ver lo que pasaba y vi el hombre tratando de tocar mi Mamá.
—¡Oye! —Grité—. ¡No la toques! ¿Qué haces?
Me gritó en su idioma desconocida y se marchó del edificio.
—¡Mamá! —Grité, corriendo hacia ella.
—Estoy bien, —dije—. No debías haber entrado. Te podría él haber matado.
—Yo también estoy bien. ¿Ahora llamamos a la policía?
—No, Pancho. Necesitas saber que nunca podemos hablar con policía.
—¿Por qué?
—Porque estamos en este país ilegalmente. No tenemos ningunos derechos.
—¿Entonces cada hombre puede tocarte como quiere él?
—Pues sí, si no puedo impedirlo.
—No. ¡No es justo! ¿No hay justicia en este país?
—Hay justicia en abundancia, pero no para nosotros. Tienes que entender que en las mentes de los ciudadanos estadounidenses nosotros somos los delincuentes. Sin excepción.
No dije nada más. No pude aguantar mi ira con el país y por supuesto con el hombre que casi violó a mi Mamá.
—No, —dije finalmente.
—¿No qué? —Me preguntó Mamá.
—No soy delincuente.
—Esto ya sé yo, Pancho. Yo tampoco. No es nuestra culpa. Solo buscamos una vida mejor.
—Esto es contra de la ley?
—No sé, mijo. No puedo decirte.
Miré al piso sin decir nada por algunos minutos y después dije:
—Pues, vámonos. No me quiero quedar aquí. ¿Pagaste al hombre?
—No —dijo Mamá—. Pero le pegué.
Reí yo. —Entonces se va a quedar sin pago.
Y nos fuimos del edificio a andar en la calle en busca de un lugar para quedarnos.

No comments:

Post a Comment