Thursday, May 19, 2011

Dos

Capítulo 2



Algunos días después de lo que pasó a mi Mamá, todavía no me sentía listo para las sorpresas de Los Estados Unidos. Sospechaba de cada persona en cada calle como un ladrón o violador. Todo lo que quería era proteger a mi Mamá y a mis hermanos menores.
Julia, una niña de solo diez años, no entendía porque Mamá estaba un poco trastornada y deprimida. Antes de ver el hombre con Mamá yo tampoco podía entender como un hombre puede ser de gran maldad así. Esperaba que no se fuera el sueño de Mamá tener un nuevo esposo.
De todo modos seguimos buscando un lugar para vivir y finalmente lo encontramos. Estaba en un barrio en el sur de Oakland, California. Estéticamente no era lo mejor pero el apartamento era más grande que nuestra casa en México. Tenía tres habitaciones. Una para mí, una para mis hermanos menores y una para Mamá. La sala era pequeña pero cómoda y la cocina ya tenía todos los aparatos que necesitábamos.
Después de que termináramos instalándonos en el apartamento, Mamá se fue para buscar trabajo. Nos dijo que iba a preguntar algunas mujeres mexicanas dónde trabajaban y con esta información, buscar trabajo similar. Nos dijo que si necesitara dos trabajos buscaría dos. También me dijo a mí que cuando averiguáramos cuáles horas duraba la clase yo también necesitaría buscar trabajo. Le dije que ya sabía y que no tenía que preocuparse.

Ella no regresó hasta las diez por la noche y la esperé despierto en la sala vacía.
—Hola, Pancho —dijo—. ¿Por qué estás despierto?
—Esperándote, claro, —dije—. ¿Tuviste suerte?
—Sí, mucho. Voy a trabajar para tres familias como ama de llaves. Diez dólares por hora.
—¿Cuantos pesos son un dólar?
—No tengo ni idea, mijo. Pero creo que es suficiente.
—Muy bien.
—¿Ya duermen tus hermanos?
—Sí, claro, pero el Alejandro te extrañó.

Esta noche, nos acostamos en el piso sin calchónes ni mantas.

El día siguiente Mamá nos despertó a mis hermanos y yo a las 7:30 por la mañana.
—¡Vámonos! —dijo—. Es la hora para registrarse por la escuela.
Todavía me dolía la espalda pero a mí no me importaba nada. Estaba emocionado por empezar clases de Los Estados Unidos.
Alejando caminó a la sala y abrazó a Mamá.
—¿Mami? —dijo—. ¿Por qué no puedo yo asistir clases como Julia y Pancho?
—Porque no tienes años suficientes, mijito —contestó—. Algunos más años y puedes asistir a la que se llama “Kindergarden.”
De repente recordé que habíamos llegado en California con nada excepto un poco ropa y las cosas más importantes. Yo no tenía ninguna cosa para clase. Tenía una mochila que usé para llevar mi ropa y tenía un cuaderno que usaba para escribir y dibujar en el barco. Tenía un lápiz y dos plumas (con tinta azul y negro). Estas cosas eran útiles, pero dudaba que fueran suficientes para las clases de Los Estados Unidos. Todavía no me importaba. Había oído que las escuelas en Los Estados Unidos eran muy ricas. Quizá tendrían algunas cosas que pudieran darme sin que yo pagara.
Mamá no parecía saber que no teníamos artículos de la escuela y por eso no dije nada.

—¿Qué esperas, Pancho? —me preguntó Mamá—. Vístete.
Con prisa fui a mi mochila para buscar ropa limpia. Solo pude encontrar limpia ropa interior y una camisa limpia.
—Mamá —dije—. Tengo que lavar mi ropa. No tengo ná.
—Vas a tener que arreglarte con lo que hay. —Me contestó.
—Este siempre es lo que hago sin problema, Mamá.
Por eso me vestí en ropa un poco sucia que olía como naranjas y regresé a la sala.
—¿Cómo se llama la escuela que vamos a asistir, Mamá? —Pregunté, mirando sobre la ventana.
—Algo en Inglés que yo no puedo entender —me contestó—. Pues, Pancho, tú vas a asistir en colegio y Julia va a asistir una escuela primaria.
—Pues, ¿que hago si no pueda entender lo que pasa en la clase? No tendría ninguna persona para ayudarme.
—Tú tratarás y todo irá bien. Así es la vida. Las clases son muy importantes porque en Los Estados Unidos hay tantas oportunidades si las agarres. Sin educación, no hay ninguna.
—Pero, ¿Me van a enseñar Inglés o no?
—No sé, Pancho. No me preguntes. La única cosa que puedo hacer es llevarte a la escuela. ¿De acuerdo? Vámonos.
En casi todo, estuve muy confundido pero no me importaba. Me quedé callado mientras esperábamos en la pasada del bús, y mientras subíamos el bús numero 27 y mientras bajábamos el bús y mientras caminábamos al colegio.
—¿Qué tienes, Pancho? —me preguntó Mamá—. Estás comenzando a preocuparme.
—¿Por qué? —Pregunté.
—Porque normalmente hablas demasiado y ahora no dices nada. No es propio de ti.
No le contestó. Estaba pensando en cosas más grandes como mis nuevas clases. ¿Tendría amigos? ¿Sacaría buenas notas?
De repente llegamos a la escuela. Era un edificio más o menos grande pero muy bonito. Era de ladrillos y tenía ventanas gigantes y brillantes. No era nada como la escuela en Guadalajara, que era pequeña, sucia y tenía sola una ventana que siempre estaba rota.
Me empecé a preocupar. ¿Cuántas clases puede caber un edificio así? ¿Ciento y cincuenta? ¿Más? No, creo que menos.
—Pancho, —dijo mamá—. Ven conmigo, no te quedes allí.
Los seguí a mi mamá y mis hermanos hacia la escuela con miedo. Estudiantes blancos y negros y chicanos nos pasaron hablando la idioma que no pude entender para nada; Inglés.
Caminamos a la oficina del secretario para matricularme.
Fue en este momento que me di cuenta que ninguno de nosotras iban a poder entender lo que dijera el secretario. No iban a poder matricularme para nada, ni tampoco deducir lo que debiéramos hacer para mi educación.
Entramos la oficina y una mujer nos dijo algo en Inglés que posiblemente fuera un saludo. De todas maneras, no la entendí y me preocupó.
—Hola, —dijo mi mamá sonriendo—. Mi hijo necesita asistir algunas clases. ¿Usted puede ayudarnos?
La mujer la miró con una expresión confundida y levantó el teléfono. Unos minutos después, un hombre Latino entró la oficina.
—Hola, soy Ángel, —dijo.
Nosotros también nos presentamos.
—¿Cómo está? —Dijo a mi mamá—. ¿la puedo ayudar?
—Sí, —contestó mamá—. mi hijo necesita matricularse por algunas clases.
—Pues Señora, necesitaremos papeles de identificación y expediente académico de tu trimestre pasado. ¿Usted tiene estas cosas?
—No, Señor pero mi hijo es muy inteligente. Lo verá si le de la oportunidad.
—Su inteligencia no es cuestión. Simplemente es que necesitamos papeles. Lo siento, Señora, necesitará volver cuando tenga usted los papeles.
—No hay excepciónes?
—Pues, habíamos aceptado a unos niños sin el expediente académico pero solo en situaciónes especiales. Además, todavía necesitamos los papeles de identificación.
—¿Para que le sirven?
—Para saber que ustedes no son asesinos o presidarios. Para la seguridad.
—No es justo. Mírenos. No somos delincuentes.
—Señora, no está en mis manos. Por favor regrese cuando tenga usted los papeles. Hasta ese momento, por favor váyanse ustedes.
El hombre se fue de la oficina con prisa.
—¡Qué maleducado fue este hombre! —Exclamó Mamá—. No nos ayudó nada. ¿Qué vamos a hacer? Ustedes tienen que asistir clases.
Nos fuimos de la escuela y nos sentamos en un banco de un parque cercano.
Nadie dijo nada porque todos sabíamos que Mamá estuvo furiosa. Lo peor parte fue que el hombre que nos ofendió era un Latino y no un gringo. En ese momento me di cuenta que todos los Americanos eran iguales, no importa su origen ni su género ni su creencias religiosas. Todos eran iguales, y no era justo.
Mamá suspiró y puso la cabeza en las manos.
—¿Pancho? —Me dijo—. Qué vamos a hacer ahora?
—¿Tú quieres mi opinión? —le pregunté, impactado.
—Sí, mijo. Eres casi hombre. Ahora necesito tu ayuda.
Pensé por unos minutos sin decir nada y después saqué una idea.
—Mamá, —dije de repente—. No somos los únicos Mexicanos en California sin papeles, ¿verdad?
—Supongo que no, —respondió— .¿Por qué? ¿Qué dices?
—¿No es posible que pudiéramos preguntar a un otro inmigrante ilegal lo que hizo él?
—Sí, Pancho es una buena idea pero no hay fiestas de inmigrantes ilegales. ¿Cómo vamos a encontrarlos?
—No sé, Mamá. Quizá……Quizá hay inmigrantes en los restaurantes mexicanos auténticos. O quizá en tu trabajo como ama de llaves.
Mamá pensó por unos minutos y esperé con paciencia.
—Pues, —dijo mamá—. Tengo que trabajar en más o menos una hora. Yo voy a trabajo. Por mientras, lleva a tus hermanos a casa y después, véte a buscar un inmigrante que pueda ayudarnos. Yo también voy a buscar un inmigrante cuando esté trabajando.
—OK —dije yo—. Buena suerte, Mamá.
—Buena suerte mijo.
Y ella se fue a trabajo, dejándome con los niños pequeños.
—Pancho, —dijo Julia—. Tengo una pregunta.
—¿Cuál es tu pregunta? —le pregunté.
—¿Es posible que jamás no vamos a clase?
—No, no es posible, porque yo voy a encargarme de esto. No te preocupes.
—OK, Pancho.
—OK, vamos a casa ya.

Lentamente nosotros caminamos a la pasada del bús, tratando de recordar de dónde vinimos. Finalmente subimos el bús 27 de nuevo y regresamos a casa.
En casa intenté encontrar ropa más elegante. No quise ir a un restaurante viéndome como un hombre sin techo, no importaba si fuera a comer o no.
Encontré una camisa blanca sin manchas pero con muchas arrugas. Estuve muy emocionado para encontrar otros inmigrantes como yo. Tuve la idea que quizá pudieran ser mis amigos y no tendría que estar sólo en la escuela o en los fines de semana.
Me peiné el pelo y me lavé la cara y me fui para encontrar los restaurantes. Mi mamá me había dicho que había un distrito de mexicanos alrededor el sur de Oakland. Por eso, fui en un bús a ciegas, sin saber a dónde fui.
En el bús, había una chica sentado atrás hablando por teléfono en Español.
Aleluya, pensé caminando hacia ella, listo para presentarme. Me senté al lado de ella y esperé hasta que colgó el teléfono.
—Hola, —dije—. Yo soy Pancho. ¿Cómo te llamas tú?
—Yo soy Evangelina, —dijo ella.
—Mucho gusto. Pues, ¿de dónde eres?
—Yo nací aquí. ¿Tú?
—De Guadalajara.
—Muy bien. Tuve un viaje a Guadalajara alguna vez.
—¿Sí? Muy bien. Pues, no te quiero molestar, pero me estuve preguntando si pudieras ayudarme.
—Seguro, Amigo. ¿Con que?
—Estoy buscando un distrito que tiene muchos inmigrantes ilegales. Eso es porque tengo que pedirles ayuda con algo de la escuela.
—¿Qué pasó con la escuela? ¿No te aceptaron?
—No para nada. Mi mamá les rogó y todo. Fue un desastre.
—Me parece así. Yo creo que te puedo ayudar.
Estuve tan feliz porque esta chica fue tan amable. Desde que me había mudado a Los Estados Unidos, no había conocido a ninguna persona así.
—Gracias, —le dije—. No puedes saber cuanto me vas a ayudar.
—Ninguna problema, —me dijo—. ¿Cuál escuela quieres asistir?
—La que se encuentra en Avenida 45 y Calle Fisher.
—Pues, ¿El colegio John F. Kennedy?
—Sí, creo que sí.
—Muy bien.
—¿Cuál escuela asistes tú?
—El colegio privado en calle 156. ¿Lo conoces?
—No, no conozco nada. Me acabo de mudar aquí.
—¿Sabes algo de Inglés?
—Ay, no. Lamentablemente.
—Lo aprenderás muy rápido. He oído que es muy fácil cuando empieces.
Sonreí por la alegría oír eso. Había estado pensando que no podría aprender Inglés y por eso no podría sacar buenas notas. Ella me dio a menos un poco confianza. También me dio la esperanza que hubiera más gente amable como ella que me ayudarían. No era un niño increíble, a quien todo el mundo corría para ayudar. Solo era un niño que buscaba aprobación y éxito.
A Evangelina la seguí cuando se bajó del bús y caminamos por un calle muy diferente de las otras. Esta calle tuvo muchas tiendas mexicanos y también todos los letreros (menos los de los calles como “STOP”) fueron en Español.
—¿Por qué no he visto este barrio? —Le Pregunté a Evangelina.
—No sé, —rió ella—. Pero ya lo has visto.
—¿A dónde vamos?
—Hay un restaurante de propiedad de una familia que conozco yo. Cuando los padres se mudaron aquí, tuvieron tres hijos de la edad para asistir la escuela. Ahora tienen papeles pero al principio, no tuvieron nada. Pero los hijos se graduaron.
—Entonces, ¿me pueden ayudar?
—Yo creo que sí. Si no, hay otros. Pero esta familia a mí me asombra.

Encontramos el restaurante y entramos. El olor me dio mucha hambre. La comida debió de ser increíble. El restaurante estuvo lleno de mexicanos comiendo de platos gigantes, llenos de comida.
Caminamos a la cocina para encontrar al hombre de la familia y presentarme. Él era un hombre bajo con muchas canas pero mucho espíritu. Nos presentamos y nos sentamos en una mesa para hablar de mi problema.
—Esta fue una problema para nosotros también, —dijo él—. Pero tuve suerte. Conocí a un hombre que creaba los papeles falsos. Creo que todavía tengo su numero telefónico…
Él se fue a un cuarto atrás y lo esperamos por unos minutos.
—¡Esto es perfecto, Evangelina! —dije—. ¡Me va a dar los papeles que necesito para matricularme por el colegio!
—Cálmate, —rió—. Todavía no ha pasado. Además, es posible que te cueste dinero.
—Pues, agarraría dinero si ese fuera el caso.
En este momento regresó el hombre. Tuvo en papel viejo con manchas de café.
—Perdón, —dijo el hombre—. Es un poco difícil leer. Pero esto es el numero. El hombre se llama Juan López. Creo que todavía te puede ayudar.
—¿Y cuánto cuestan estos papeles? —interrumpió Evangelina.
—Ay, nos costaron 50 dólares. Fue una pesadilla porque no tuvimos dinero suficiente pero él nos permitió pagar solo 10 dólares por mes.
—Perdóname, —Dije yo, un poco frustrado—. Pero yo no he aprendido cuantos pesos son de un dólar.
—Un dólar es igual que más o menos 12 pesos. —Dijo el hombre—. ¿Todavía tienen tu familia y tú pesos?
—Sí, tenemos.
—Ustedes pueden ir al banco para convertirlos.
—¿De verdad?
—Sí, hay muchos bancos que pueden hacerlo.

Agradecí al hombre para toda su ayuda y Evangelina y yo nos fuimos del restaurante. Ella me acompañó a la cabina telefónica para llamar a mi mamá. Le dije por teléfono el plan y me dijo que lo iba a hacer el día siguiente. Estuvo muy feliz y agradecido por Evangelina. También le conté a Mamá lo que pasó con Evangelina, que la había conocido por pura casualidad. Me ordenó: “¡Sé un caballero!” Por eso reí y colgué el teléfono. También invité a Evangelina a cenar en mi casa. Le advertí que no teníamos muebles ni mucha comida pero de todos modas ella aceptó.
Tuvimos una cena divertida de arroz con pollo y frijoles. Parecía que a Evangelina no le importaba la condición de nuestro apartamento. Me gustaba esta chica. Era tan tolerante y abierta. De hecho, deseba que todos los Estadounidenses fueran solo un poco más como ella.

Después de que cenamos en casa, se fue Evangelina y Mamá se fue para llamar a Juan López. En este momento, tuve fe en nuestros futuros como Norteamericanos.

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